lunes, 30 de agosto de 2010

Damned Damned Damned

Totalmente inofensivo si lo comparamos con el infame Escuadrón 731 del ejército japonés —perdonen el hiperbólico cotejo—, el movimiento punk sí supuso una pequeña conmoción para los británicos biempensantes de aquel 1977 y alrededores. Más allá de los Clash y los Sex Pistols, cientos de jóvenes armados de guitarra, bajo y batería, tres acordes aprendidos y Stooges, New York Dolls, Pink Fairies, T. Rex, Eddie Cochran, The Who o Mott The Hoople como modelos, se mofaron de su sociedad, sus políticos y de los músicos virtuosos que transmitían la misma pasión que una piedra. Menos técnica y más emoción parecía ser el adagio que daba razón de ser a unos himnos breves y contundentes.

Sin ser tan emblemático como The Clash o Never Mind The Bollocks, Damned Damned Damned, también cosecha de 1977 y debut de los Damned, provoca un placer similar al de los dos trabajos citados, y es asignatura obligatoria para cualquier amante del punk rock que todavía no lo conozca. Doce temas con un sonido del que saldría el hardcore estadounidense, pero en el que hay mucho de rockabilly y rock and roll de los cincuenta, como deja bien a las claras el grupo en las espectaculares Neat, Neat, Neat y New Rose. Born To Kill, Stab Your Back y Fish aceleran los postulados musicales de MC5, mientras que Feel The Pain es un homenaje a Alice Cooper, cuya influencia también se puede detectar en Fan Club. Una versión de los Stooges, como no podía ser menos, cierra el disco al grito de I Feel Alright, o 1970 rebautizada. Inmejorable despedida para un clásico del punk rock y del rock and roll en toda su extensión.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Brilliant Corners

Músico esencial para el desarrollo del bebop y del jazz en general, Thelonious Monk publicó en 1957 Brilliant Corners, lección magistral en la que el pianista neoyorquino (aunque nacido en Carolina del Norte) y sus acompañantes llevan su arte a la perfección.

Brilliant Corners, el tema, es el primero de los cinco —registrados en diciembre de 1956— que componen el álbum. El fraseo que, en contrapunto armónico, hacen de la melodía compuesta por Monk Sonny Rollins y Ernie Henry, saxo tenor y alto respectivamente, antes de entrar en las improvisaciones, llama la atención por su curiosa sonoridad. Los solos de Monk, Henry y Rollins son excelentes, pero destaca el asombroso trabajo de Max Roach a la batería, con ese estilo suyo tan crudo y elegante, tan primitivo y sofisticado al mismo tiempo. Ba-Lue Bolivar Ba-Lues-Are es el tema más largo del elepé, con un estupendo, extenso y contenido solo de Monk, al igual que el de Rollins y el de Oscar Pettiford al contrabajo. Pannonica, una delicia sin igual, riza el rizo, al tocar Monk —atención— con su mano derecha una celesta y con la izquierda el piano. En I Surrender Dear, el único tema de Brilliant Corners que no compone Monk, encontramos al pianista sin acompañamiento alguno, desnudo antes unas teclas que parecen gozar al sentir el contacto de los dedos de Monk. Clark Terry toca la trompeta, Paul Chambers sustituye a Pettiford y Ernie Henry ya no está en Bemsha Swing, que concluye el disco con un experimento similar al de Pannonica, pues Max Roach toca batería y timbal de orquesta y se erige en protagonista absoluto. No había límites para unos músicos en estado de gracia y conscientes —que no soberbios— de su prestancia. Los que grabaron Brilliant Corners.

lunes, 23 de agosto de 2010

Retorciendo América

Producida en el año 2001, Mullholland Drive es la continuación de la peculiar exploración de la América profunda de David Lynch tras el paréntesis de Una historia verdadera (1999) —como ese buceador sin escafandra que toma una bocanada de aire para volver a sumergirse—, emocionante película que, a pesar de las evidentes conexiones con el cine clásico estadounidense que toda la crítica se apresuró a destacar, no dejaba de ser un film de Lynch, cosa que poca parte de esa crítica mencionó, que recuperaba la mirada tierna de la exquisita El hombre elefante (1980).

Ya desde los tiempos de Cabeza borradora (1977) aparece David Lynch como un cineasta más interesado en la creación de ambientes (malsanos) que en la construcción de historias con presentación, nudo y desenlace, pero no siempre ha sabido plasmarlo de modo certero. De hecho, desde la aparición de Terciopelo azul (1986), considerada su obra maestra y película que le convierte en lo que se conoce como "cineasta de culto", su cine entra en decadencia y se convierte en burda autoparodia sucesivamente reflejada en Corazón salvaje (1990), Twin Peaks, camina con fuego (1992) y Carretera perdida (1997), y sólo parcialmente mitigada por la primera media hora de esta última (que contiene el germen de Mullholland Drive) y los dos primeros capítulos de Twin Peaks en su formato televisivo. El difícil camino escogido por Lynch, se diría que tortuoso, suerte de flagelación, sin embargo, es camino sin retorno, a sabiendas de que el que una vez acierte no significa que la siguiente lo vaya a hacer, sin que esto suponga merma para su impulso, que parece no ceder. En otras palabras, que la obra de Lynch supone un todo indivisible en la que —como en tantos otros artistas— tanto aciertos como errores, descubrimientos y deslices, forman parte de una personalidad creativa que se alimenta de ambos por igual o, mejor, está conformada por ambos, resultando inconcebibles unos sin los otros (y viceversa).

Mulholland Drive supone uno de esos aciertos. La historia narrada transcurre en Hollywood y la industria del cine es, en esta ocasión, la diseccionada, pero, tratándose del director norteamericano, esto es como no decir nada. Lo que en otros sería vulgar trama detectivesca es en Lynch terrorífica sugerencia (los mecanismos de la ficción son constantemente cuestionados —incluso los de la propia película—, curiosa metatextualidad presente siempre en el cine de Lynch pero clara y meridiana en esta ocasión) que se mueve entre la realidad y el espejismo. Una mujer que ha perdido la memoria, otra joven aspirante a actriz (por cierto, no perderse la tórrida escena lésbica que protagonizan), un director estafado por los productores y varios marcianos más pululan por la pantalla y parecen acercarse al meollo de la cuestión cuando, en la última media hora, la pesadilla gana la partida y provoca un desenlace incomprensible (absténgasne los que quieran hacer exégesis), pero que no se sale de la lógica del film y tiene un logrado clímax cinematográfico. Desde la crítica que lo rechaza por críptico (el cine tiene unas normas que no se pueden transgredir, dijo en el momento de su estreno un periodista español) hasta los hermeneutas que se esfuerzan en creer claves de algo oculto lo que sólo son sensaciones, existen muchas formas erróneas de acercarse a Mullholland Drive (y, en general, a la obra de David Lynch), sea cual sea la opinión que después del juicio pueda merecer, siendo quizá la más adecuada la más sencilla: contemplarla y dejarse llevar. Sé que esto no convencerá a muchos analistas (por sesudos o simplones) cargados de ideas fijas y prejuicios, pero allá se queden ellos en su mundo hermético que les impide descubrir la auténtica belleza. David Lynch —menos mal— tampoco les hace mucho caso.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Gone Again

la muerte viene conduciendo
la muerte viene arrastrándose
la muerte viene
no puedo hacer nada
la muerte se va
debe haber algo
que quede

(Un fuego de origen desconocido, Patti Smith)

cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor

(Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique)


Ocho años separan Dream Of Life y Gone Again. Ocho años y un abismo. Si en el primero, publicado en 1988, Patti Smith celebraba la vida junto a Fred Smith y los dos hijos nacidos del matrimonio con el ilustre guitarrista de MC5, nada que celebrar había en Gone Again (1996), si acaso la muerte pueda ser motivo de festejo. Robert Mapplethorpe, su marido, su hermano, Richard Sohl (teclista en sus dos primeros discos) y Kurt Cobain —ídolo generacional elevado a la ridícula categoría de mártir del rock and roll (y, por desgracia, no el primero), cuyo suicidio dio lugar a un poema que musica Smith en este disco: About A Boy— habían quedado en el camino, y Smith trata de conjurar a los fantasmas que tan luctuosa herida han provocado.

La lozanía, el arrojo y el desparpajo de Horses son sustituidas por la letanía (laica), el susurro y la madurez, pero son en ellos donde Patti Smith consigue recuperar sus mejores valores musicales —aun pudiendo resultar paradójico— y grabar la obra maestra que complementa a su primer y crucial trabajo. Arropada por una estupenda banda y las colaboraciones de lujo de Tom Verlaine y Oliver Ray (cuatro temas cada uno) —además de otras cuantas puntuales entre las que destacan los nombres de John Cale y Jeff Buckley (también muerto al año siguiente de la publicación de Gone Again)—, Patti Smith canta al dolor y a la pérdida (o por ellos inspirada) en la intimidad (excepción hecha de los dos temas compuestos junto a Sonic Smith, Gone Again y Summer Cannibals, y la versión del Wicked Messenger de Dylan, más roqueros los tres) mayormente acústica de perlas como Beneath The Southern Cross, My Madrigal, Dead To The World, Wing y Ravens. Aunque quizá los momentos más brillantes del álbum estén reservados para la mencionada About A Boy y Fireflies, mántricas, hipnóticas canciones de ocho y nueve minutos respectivamente.

Muy difícil parece que Patti Smith vuelva a igualar este jalón de su discografía, pues las circunstancias que le precedieron —totalmente irrepetibles— influyeron insoslayablemente en la concepción y concreción de Gone Again, bellísimo exorcismo musical de una gran artista.