lunes, 31 de octubre de 2011

Something To Crow About


¡Joder, vaya chute de adrenalina! Han termindado sus trece canciones y veintiocho minutos, y la escucha de Something To Crow About (2003) te ha dado ganas de ir a buscar a todos y cada uno de aquellos miserables que en algún momento te han hecho la vida imposible. No lo haces, claro, otra vez será. Porque la escoria nunca se va de la cabeza. No puedo dar fe del resto de su discografía, pero, caray, el segundo disco de los Riverboat Gamblers saca totalmente a flote mis siempre escasas ganas de venganza.  Punk rock melódico y high energy vestidos para matar de este grupo de Texas que ni siquiera en Lottie Mae, último corte y única balada del álbum, pierde fuelle. Música para perder el miedo y escupir al enemigo, que aunque la educación y el decoro nos lo impidan viene bien recordarlo de vez en cuando. Añado, intentando evitar que más que entrada parezca esto un apunte, que plumas para mí fiables recomiendan el posterior To The Confusion Of Our Enemies, que intentaré escuchar más tarde que pronto, y cuya digestión espero sea menos virulenta.

jueves, 27 de octubre de 2011

Time For Answers


Afirmaré con prudencia que algunos de los mejores discos que ha parido la música rock en estos escasos once años que llevamos de siglo han nacido en España. O si se quiere, rebajando la afirmación, que el rock hecho en este país que lleva lustros resquebrajándose sin acabar de romperse se defiende con suficiencia si lo comparamos con el que se produce en otros lares. Entre las cosas que nos unen mayoritariamente están el AVE y el fútbol. Entre las que todavía tejen lazos culturales minoritarios, el rock.

Mal visto por la dictadura, los discos que se publicaban de la música del diablo entraban con cuentagotas, tarde, dispersos y desordenadamente. Por si con esto no hubiera suficiente, la censura se encargaba de completar el desaguisado. Es por ello que, a pesar de las excepciones por todos conocidas (llámense Brincos o Máquina!, por abrir mucho el abanico echando un vistazo rápido), tiene el rock en la España franquista —sin negar su carácter de pequeña resistencia (más que cultural) y el mérito de los que lo practicaban— algo del aire cutre y casposo que sopla en la península, lo que no entra en contradicción con el análisis pormenorizado e individualizado de todas y cada una de las propuestas musicales de aquellos años —ardua labor de historiador—, cuyo resultado dé lugar a mejores o peores valoraciones técnicas y estéticas.

Para cuando la democracia se asienta, las obras maestras del periodo clásico del rock and roll (1955-79) ya asoman con mayor normalidad en las tiendas de discos, y empieza a surgir una pasión enorme en España por un género que según dicen ha muerto o —matizando— para el que cualquier tiempo pasado fue mejor. Durante las dos últimas décadas dicha pasión no ha mermado —concentrándose ha aumentado—, pero ha ido reduciéndose a colectivos menos numerosos, aunque auténticos conocedores de la materia y cada vez mejor formados. Grupos y solistas se lanzan a poner en práctica ese conocimiento —negándose a habitar solamente el mundo de la teoría—, regurgitando rockabilly, soul, pop, high energy, kraut, psicodelia, hard, punk y todo lo que se ponga por delante. Y por si fuera poco, muchos de ellos lo hacen en un inglés bastante decente. Obviamente, originalidad es difícil de encontrar, pero calidad la hay a raudales.


¿Que adónde quiero llegar con tan prolongada, inopinada y quizá discutible introducción? Pues a 2005 y a Time For Answers, sobresaliente grabación del combo catalán Biscuit, en el que se encuentran las características citadas en el párrafo anterior con resultados espectaculares, y que me atrevo a comparar (y comparo, que diría Adolfo Suárez, ya que hablamos de nuestra historia reciente) con cualquier disco de Wilco, The Soundtrack Of Our Lives, Black Crowes, Hellacopters u otro nombre que se les ocurra para ocupar el hipotético podio del rock contemporáneo. Alimentado por las mejores recetas de los sesenta y setenta, el tercer disco de Biscuit mejora lo que ya enseñaba el anterior Rocks My Little World. Canciones estupendas, armonías vocales de primera categoría, instrumentación medida y exacta, aunque con el necesario desenfreno de cuando en cuando, y arreglos de órgano, moog, mellotron, piano, trompeta, saxo, maracas, congas, pandereta, slide y steel que colorean el álbum hasta elevarlo a la categoría de indiscutible. Personalmente, no lo oculto, preferiría a los cuatro catalanes cantando en castellano, pero la deslumbrante belleza de Time For Answers me invita a olvidarlo.

Producido por el indispensable Santi García, suena todo tan redondo, existe tal convencimiento, que la sensación de déjà vu se evapora con la propia escucha, aunque ésta nos informe de los lugares en los que ha aprendido Biscuit. Gracias a bandas así podemos decir que, al menos en nuestro país, el rock and roll continúa muy vivo. ¿Que su mejor momento quedó atrás? Difícil de negar, pero cuando uno tiene delante trabajos bordados con tal gusto y cariño, cuyo resultado no puede menos que ser calificado como exquisito, se da cuenta de que siempre habrá excepciones que nos recuerden lo sabroso que sigue siendo comerse una buena manzana, porque no todas son iguales y puede haberlas (mucho) peores. Muerdan, muerdan.

domingo, 23 de octubre de 2011

Mama Too Tight


Como tantos artistas negros del jazz de los sesenta, Archie Shepp trataba de justificar teóricamente, siempre que podía, su trabazón con la música y la cultura populares que habían generado el blues, rastreando sus orígenes hasta el folclor africano del que proviene. El inevitable maridaje con la vanguardia alejó a muchos intérpretes del público de su mismo color, aunque bien es cierto que ese público no estaba en igualdad de condiciones. Los blancos que compraban los discos y asistían a los conciertos pertenecían a la misma raza que, en la práctica, segregaba a los negros por mucha igualdad y derechos civiles que hubiera en los papeles. Preocupado por la situación de los suyos, Shepp jamás quiso aparecer como un creador elitista, pero es difícil pensar que su radical manera de entender el jazz y su espiritualidad casasen con concepción mayoritaria alguna. Sus intenciones, creo, eran honestas; los resultados decían otra cosa. Mama Too Tight sirve como ejemplo perfecto.

Cataclismo musical de proporciones similares a las de Oh Yeah o Ascension (en el que, no por casualidad, le encontramos), el álbum —grabado el 19 de agosto de 1966— cuenta con cuatro temas de jazz free y atonal en los que el octeto de Shepp roza la perfección, especialmente en los cerca de veinte minutos para enmarcar de A Portrait Of Robert Thompson (As A Young Man).  El saxo tenor de Shepp, acompañado de clarinete, trompeta, tuba, dos trombones, contrabajo y batería, preside la ceremonia aullando y lacerando al oyente en una impresionante demostración de fuerza. Torrencial e imponente, Mama Too Tight es de esos discos que apabullan y desasosiegan por igual, pues solo un alma dolida pero inflexible es capaz de ponerlo en pie. Cualquier experto en la materia les dirá mucho mejor que yo que son muchas y muy buenas las grabaciones aconsejables para adentrarse en la fascinante producción de Archie Shepp en los años sesenta, pero, en mi opinión, Mama Too Tight es una de las más recomendables (aunque no a cualquiera). Créanme, saldrán abrasados.

jueves, 20 de octubre de 2011

The Days Of Wine And Roses


Escribía Fernando Navarro en el diario El País en abril de este mismo año que "el nuevo rock americano fue el movimiento que se creó en Estados Unidos a la sombra de la gran fachada de los ochenta, cuando las baterías eran terroríficas, el sintetizador era el rey del estudio y las tecnologías y MTV parecían que iban a salvar la música". Lo hacía en su reseña del libro de Carlos Rego Nuevo rock americano. Luces y sombras de un espejismo. Y añadía que Rego "cuenta cómo el movimiento, que se concentró en apenas cuatro años aunque su onda expansiva llega hasta nuestros días, surgió como respuesta al ambiente musical de la época, donde todavía pervivían dinosaurios del rock sinfónico, algún trasnochado hippy y, sobre todo, se ensalzaba a lo moderno que acaparaba portadas y espacios televisivos. En esos años, lo genuino estaba arrinconado y las guitarras, piedra angular de la música popular, en desuso". ¿Las guitarras eléctricas en desuso? Triste panorama, ¿no?

Como toda generalización, puede pecar de reduccionista —hay cientos de discos grabados en la primera mitad de los años ochenta en los que las guitarras eléctricas son protagonistas—, pero bien cierto es que en aquellos momentos la MTV comienza a convertir la música popular en algo ridículo, electrónica y synth pop, en su versión más comercial y vacua, arrasan entre una nueva generación de adolescentes y las seis cuerdas amplificadas parecen reservadas para el heavy metal y (con permiso) el hard rock. Es en este entorno agresivo para el rock (ése que cualquiera reconoce si cito, verbigracia, a Sonics, Stones, MC5, Patti Smith o los Dictators) donde se rebelan una serie de bandas de las que sólo alcanzará el éxito másivo R.E.M.

No llegará a él, por supuesto, Dream Syndicate, pero bien podría ser su primer elepé, The Days Of Wine And Roses (1982), la obra maestra de un movimiento, el del nuevo rock americano, del que nadie dirá haber formado parte, al no haber existido nexo u objetivo comunes, aunque todos confluyeran en el rechazo al mainstream que las ondas de la televisión estaban creando. Siendo una denominación acuñada por y para Europa, no será de extrañar que lo que, al fin y al cabo, contenga el disco del grupo de Steve Wynn sea rock americano de la mejor cepa y tradición, nuevo en cuanto lo que pueda aportar desde su singular enfoque de esa cultura, al igual que Stray Cats, Cramps o Circle Jerks —sirva como ejemplo lato y aleatorio— hacen por aquellos años.

No hay que ser demasiado avezado en la materia para, con sólo escuchar un par de temas, comprobar el influjo de la Velvet Underground y Lou Reed. Salta a la vista y no se esconde.  Pero ahí están también los Byrds, Dylan, Neil Young, la Creedence, Joy Division y las secuelas del punk… ¿seguimos? Clara es la estela que estimula a Dream Syndicate, pero, al igual que nadie niega el valor de Never Mind The Bollocks porque existan New York Dolls o The Stooges, sus (asumidos) antecedentes no ocultan un discurso propio, articulado y pasional, que tiene como eje las benditas guitarras de Wynn y Karl Precoda. Compone el primero casi todas las canciones de The Days Of Wine And Roses, pero es curiosamente la única escrita por Precoda —la famosa Ley de Murphy, aunque en este caso no haya nada malo en ello— quizá la mejor de ellas: Halloween. Los ardientes siete minutos largos del tema que da título y culmina tan espléndido disco discuten la anterior afirmación, pero, en realidad, nada sobra y nada falta —incluida la hermosa portada minimalista— en el debut de Dream Syndicate. Cualquiera de sus nueve cortes —más aún si se escuchan de una tacada— así lo atestigua. Uno de los mejores trabajos que darán los años ochenta, e influencia necesaria de todo el rock alternativo, indie, underground (o como se quiera llamar) que vendrá después.

lunes, 17 de octubre de 2011

Electric Warrior


Convertido definitivamente Marc Bolan en el Electric Warrior de la portada, el segundo disco de T. Rex con el nombre abreviado (Tyrannosaurus Rex fue su primera denominación), por el que será ya siempre conocido, es para mí cumbre de su carrera, aunque por lo general sea The Slider, publicado un año después, el que se lleva los honores. Sea como fuera, no creo que genere controversia el asegurar que aquel disco lanzado en 1971 es la piedra angular de lo que se conoce como glam rock, género al que se acabó adhiriendo, erróneamente, a cualquiera que vistiera de forma estrafalaria. David Bowie, Roxy Music, Slade, Suzi Quatro, Lou Reed, Mott The Hoople… hasta el nombre de Iggy Pop aparece por ahí cuando de glam se trata. Pero si dejamos aparte discusiones que, sin negar su factibilidad, pueden devenir peregrinas, pues es la ropa y el rímel quienes centran un tema en el que deberían mandar los acordes y el sonido, sí que respira el glam y su máximo representante, Electric Warrior, ese deseo punk de conectar con los pilares del rock and roll (a saber, diversión, sencillez y sensualidad), en contraposición al rock progresivo o cualquiera en el que las cosas se quieran alargar más de lo necesario… para que la fiesta no sucumba. ¡Canciones, canciones, canciones!

El trato elegante dado a la electricidad y la voz susurrante de Marc Bolan, la limpieza de las guitarras acústicas, los coros agudos (y algo marcianos) en segundo término, la percusión de Micky Finn, la sexualidad vacilona de las letras, la cadencia cercana al blues, los (muy concretos) arreglos de saxo y fiscorno, la producción de Tony Visconti… Todo ello contribuye a la magia de un álbum que no trata de imponerse pero que te hechiza y te gana irremediablemente sin necesidad de agresividad alguna. En su inquebrantable unidad, en su engañosa levedad y en su excitación contenida (Bolan consigue hacer sugerente incluso lo explícito) encontramos las claves de Electric Warrior, sin olvidar la inspiración de Marc Bolan a la hora de componer sus once cortes, entre ellos el inmortal Get It On. A su manera, y sin ánimo alguno de comparar (obvias son las diferencias), un trabajo tan sensible como el Pink Moon de Nick Drake, que verá la luz sólo unos meses más tarde. Quien quiera, podrá comprenderme.

viernes, 14 de octubre de 2011

La caja de la corrupción

¿Quién recuerda a una sociedad feliz? ¿A quién le interesa?

(Francis Bacon)


Ahora que Enrique Urbizu ha rodado su obra maestra, No habrá paz para los malvados (2011), viene muy a cuento recordar La caja 507, producción de 2002 que no sorprendió a quienes conocíamos Todo por la pasta (1991), la que era hasta la fecha su mejor, pero irregular, película, y que mostraba a un director de ésos que llevan el cine en las venas. Autodidacta, pasional y de grandes conocimientos teóricos, La caja 507 probaba que con el material apropiado entre las manos, el vizcaíno podía sacar adelante trabajos de gran interés.

Con un guión correcto —que más que bueno o malo es útil para él— de Michel Gaztambide y el propio director, Enrique Urbizu crea una película durísima, en la que lo físico prima sobre lo psíquico (aunque, como buen cine negro de esto sea de lo que se hable; diríamos que las acciones sirven para ilustrar estados mentales), los personajes se definen por lo que hacen y no por lo que dicen (porque poco hay que decir) y no queda lugar para el sentido del humor que aparecía en sus anteriores películas.

La caja 507, en breves palabras, cuenta la historia de un director de una sucursal bancaria (un muy creíble Antonio Resines) que decide vengarse tras descubrir por una casualidad que el incendio en el que había muerto su hija siete años atrás fue provocado, y no un accidente como él creía. Llevada hasta sus últimas consecuencias, la venganza crea una espiral de violencia que nunca debería haberse producido, salpicando a mucha gente que nada tiene que ver con el asunto en concreto, y descubriendo una trama de corrupción en la que están implicados desde un jefe de bomberos hasta altos directivos y mafiosos italianos. La absoluta falta de principios es lo que tienen en común todos los personajes; lo único que les diferencia es el lado de la ley del que se encuentran y los efectos —terribles en algunos casos, intranscendentes en otros— que esa inmoralidad produce. Todo esto lo cuenta Enrique Urbizu con las caras difíciles de escrutar de los personajes. Y para el resto le basta con un oficio ya interiorizado, siempre claro pero distanciado lo suficiente como para no caer en la trampa banal de la identificación o el juicio.


Dentro de un conjunto seco y austero, destacan la actuación de José Coronado como Rafael Mazas —antiguo jefe de la policía municipal reconvertido a mercenario que representa el lado más oscuro y acongojante de esta pesimista y desoladora historia— y la fotografía de Carles Gusi, luz para un callejón sin salida. Deudora tanto de Raoul Walsh como de Don Siegel en cuanto a energía y concisión visual y, en general, de la tradición existencialista del mejor cine negro americano y francés, La caja 507 significará el comienzo de una relación idílica entre Enrique Urbizu y José Coronado que dará como resultado la excelente La vida mancha (2003) y la mencionada y flamante No habrá paz para los malvados.


martes, 11 de octubre de 2011

Led Zeppelin


No creo que haya discusión acerca del hecho de que era sobre las tablas donde Led Zeppelin cobraba todo su sentido y explotaba todas sus virtudes y excesos. Las grabaciones en directo que han ido saliendo a la luz y los testimonios de la época lo atestiguan de manera tan contundente que parece difícil negar que el zepelín del escenario era, no sólo diferente, sino —directamente— mejor que el del estudio. Pero dejando a un lado esta controversia —aunque repita que me cuesta trabajo pensar que la haya—, salta a la luz que la mayor parte de los álbumes que nos legó el grupo inglés es de tal importancia y categoría —y, sobre todo, habla por sí sola— que, por muy sobresalientes que sean las capacidades de Led Zeppelin en vivo, no anulan el valor de una obra inmensa y crucial. Menos aún si hablamos de su primer y homónimo elepé.

Exuberante mixtura de hard rock, garage, blues, folk y rock progresivo, Led Zeppelin es, ante todo, la plasmación de las ideas de Jimmy Page, que toman vida mediante su guitarra y los instrumentos de tres colaboradores que se anuncian desde el primer momento como perfectos e insustituibles. Extensión de los Yardbirds del propio Page, Led Zeppelin se mueve en territorios ya visitados por Cream, la Jimi Hendrix Experience y el Jeff Beck Group, pero obteniendo resultados particulares de los que nacerá el heavy metal y toda su parafernalia.

Versionando vigorosamente a Willie Dixon por partida doble (You Shook Me, I Can't Quit You Baby); apropiándose (de nuevo, ya lo había hecho Page con los Yardbirds) de un tema de Jake Holmes que debería haber figurado como tal y no como composición del guitarrista (Dazed And Confused); añadiendo rock al folk de Anne Bredon (Babe I'm Gonna Leave You); explicitando su naturaleza pesada en originales tan diferentes como Good Times Bad Times, Communication Breakdown y How Many More Times; y mostrando sus caras acústica (Black Mountain Side) y pop (Your Time Is Gonna Come, de soberbia introducción organística), Jimmy Page, Robert Plant, John Bonham y John Paul Jones accedían a una nueva dimensión de la que muchos aprenderán, pero en la que nadie podrá penetrar, siquiera con permiso. Tan privilegiado y rotundo será el universo Zeppelin.


"Fue tremendamente emocionante grabar ese disco. Habían ensayado en condiciones antes de venir al estudio. Nunca antes había escuchado unos arreglos de ese tipo, ni había visto a una banda tocar de ese modo. Sencillamente era increíble, y cuando estás en el estudio con una banda tan creativa, no puedes evitar nutrirte de ello." Son palabras de Glyn Johns (coproductor en la práctica, junto a Jimmy Page, de Led Zeppelin), que trascribe Stephen Davis en su libro acerca del dirigible por antonomasia de la historía del rock. Y si para Johns fue emocionante grabarla, para cientos de miles de personas lo fue el descubrir aquella obra maestra y deslumbrante con la que en 1969 hacían su debut discográfico cuatro músicos que dejarían huella como pocos en la música pop. Más de cuarenta años después, la emoción sigue intacta.

viernes, 7 de octubre de 2011

The Berlin Wall Of Sound


Adalides, junto a Fuzztones y Cynics, de la ola de grupos que en los años ochenta del siglo pasado echó la vista atrás para recuperar y revitalizar el garage rock, los Chesterfield Kings de Greg Prevost y Andy Babiuk —sin embargo— quisieron rendir homenaje a los padres del punk en este The Berlin Wall Of Sound (ya que en 1990 del de ladrillo poco quedaba), su cuarto disco si no contamos el recopilatorio Night Of The Living Eyes. Publicado un año antes de que Nevermind diera su estocada mortal al sleaze, muchos —pobrecitos— quisieron ver en el disco que los Kings tributaban a los New York Dolls un acercamiento a dicho movimiento, que todavía destacaba en las listas de ventas. Con todos mis respetos, nada de eso.

Los riffs aprehendidos a los Rolling Stones y endurecidos tras su paso por Detroit —de los que se nutrieron las muñecas— son también la materia prima con la que se construye The Berlin Wall Of Sound. Y aunque el elepé esté dedicado al maestro Muddy Waters, canciones como Dual Action, No Purpose In Life, Branded On My Heart o la fantástica I'm So Sick And Tired Of You no traen sino ecos evidentes de New York Dolls y Too Much Too Soon. Además, y por si a alguien no le quedaba claro, los Chesterfield Kings versionan el Pills de Bo Diddley siguiendo las pautas marcadas por los Dolls en su primer álbum.

No estamos —no nos llamemos a engaño— ante una obra maestra, pero si ante un disco muy resultón que, al menos para mí, es mucho más reivindicable que cualquier trabajo de, digamos, Poison o Mötley Crüe, a la vez que evidencia que los Kings manejaban en The Berlin Wall Of Sound códigos estilísticos bien diferenciados de los de aquéllos. No se hagan líos: cada cual en su lugar.

lunes, 3 de octubre de 2011

Flick Of The Switch


La falta de tiempo, la pereza, el dejarse llevar, la estupidez… El motivo puede ser cualquiera, pero es cierto que, muchas veces, damos cosas por sentadas sin haberlas pasado por el tamiz de nuestra experiencia o nuestro criterio. Y nadie se libra. A mí me pasó con Flick Of The Switch (1983), tercer disco de AC/DC con Brian Johnson. Hasta hace unos años no me había acercado a él porque nada bueno había leído al respecto, aunque se tratara de uno de mis grupos favoritos de toda la vida. Y he ahí que un día descubro a un crítico español que habla muy bien del álbum, incluso dice que hay quien lo considera el mejor disco de la etapa Johnson, salvando, por supuesto, el inconmensurable Back In Black. Y me digo: "Pues igual no es tan malo, ¿no?".

Pues no, no lo es. De hecho, en mi opinión nunca ha vuelto a grabar AC/DC nada tan bueno, y sólo Stiff Upper Lip pudiera situarse cerca. No recupera Flick Of The Switch la frescura ni la inspiración de sus primeros años —como al parecer se pretendía con una grabación que iba a llevar por título I Like To Rock—, pero sí que encontramos a una banda seca y certera en las composiciones. Conocida es la situación interna de entonces, que desemboca en la expulsión de Phil Rudd tras haber registrado las baterías del álbum. Es fácil relacionar la adicción de Rudd a las drogas y el cariño a la botella de Malcolm Young con la severidad del álbum —que no se volverá a ver en ninguno de los trabajos posteriores de AC/DC—, pero siempre hay que ser muy cauto al analizar situaciones personales de los artistas, suponer intenciones e intentar vincularlas con los resultados de su obra.


Sea como fuere, no se puede negar la dureza arrogante con la que Rising Power da la bienvenida. Dureza que replican, a lo largo del disco, Flick Of The Switch y su excelente riff; el contorno rockabilly de la fulgurante Landslide; medios tiempos como Deep In The Hole; Bedlam In Belgium, uno de los himnos del álbum; o ese paso por la estación del blues llamado Badlands. Por citar alguno de los temas, pues el resto mantiene la cabeza alta y da al conjunto una calidad que lo sitúa, como mínimo, al nivel de For Those About To Rock We Salute You, con todos los matices y diferencias —aquí no se saluda a nadie— señalados. Que nadie que no lo conozca espere un Powerage; menos aún un catálago de penurias protogrunge. Flick Of The Switch es un disco de AC/DC por los cuatro costados. AC/DC sin Bon Scott y sin posibilidad de plasmar un nuevo réquiem para él, pero regalándonos una dignísima colección de composiciones. Eso sí, compruébenlo ustedes mismos aunque sea para desdecirme.