viernes, 27 de junio de 2014

I'm Ready


De los tres discos que Muddy Waters graba para Blue Sky al amparo de Johnny Winter —finalizando así de manera inmejorable su carrera—, el primero de ellos, Hard Again, ha sido siempre el más aplaudido por significar el inicio de tan necesaria alianza de talentos y ser posiblemente el más redondo de los elepés. Sin embargo, el segundo, I'm Ready (1978), es para mí casi igual de excitante en su revisión, en plena revuelta punk, del glorioso blues eléctrico de Chicago. Con varias modificaciones en la formación que ha registrado Hard Again un año atrás (ocho y no siete son ahora los músicos), Waters y sus compinches atacan varios clásicos ya interpretados por el padre del rock and roll (I'm Ready, I'm Your Hoochie Coochie Man, Screamin' And Cryin' y Good Morning Little School Girl) junto con otros temas nuevos. La inclusión en la banda de dos antiguos colegas de McKinley Morganfield, el guitarrista Jimmy Rogers y el armónica Big Walter Horton, conecta el trabajo aún más con la tradición que aquí se honra sin afán de modernizarla o ponerla al día, sino de reivindicar su validez y su fuerza. Durante los nueve cortes que contiene I'm Ready, las tres guitarras (Waters, Rogers, Winter), las dos armónicas (Horton, Jerry Portnoy), el bajo (Bob Margolin, a las seis cuerdas en Hard Again), la batería (Willie "Big Eyes" Smith) y el piano ("Pine Top" Perkins), suenan excepcionalmente gracias a la concentración e intensidad mostradas por sus intérpretes a la hora de acompañar las palabras cantadas por el autor de At Newport 1960 o de lucirse instrumentalmente. Ante tal densidad de virtuosos del blues liderada por un Waters en plena forma es lógico que las cosas fluyan tan orgánicas.


No tan brillante como sus antecesores, aunque realmente válido, King Bee pondrá fin en 1981 a una trilogía imprescindible y a la vida artística de Muddy Waters, que siguió siendo un creador íntegro y manteniendo la dignidad hasta la hora de su muerte, muy al contrario de otras figuras de la música popular, defenestradas estéticamente o vendidas al mejor postor mucho antes de envejecer. Casi en edad de jubilarse cuando graba I'm Ready, la conjunción Morganfield-Winter hizo que Muddy Waters se revelase una vez más como el maestro que siempre fue. En buena parte gracias, claro, a que el otro maestro, el albino, licitaba por el arte, no por el dinero.

lunes, 23 de junio de 2014

Traveling Wilburys Vol. 1 y Traveling Wilburys Vol. 3

Pasatiempo de lujo, el de los Traveling Wilburys dejó grabados dos discos felices y estupendos a cargo del que quizá fuera el supergrupo —sobre el papel— más deslumbrante que haya existido. Cierto: un quinteto formado por Bob Dylan, Roy Orbison, George Harrison, Jeff Lynne y Tom Petty parece difícil de superar, y aunque de su unión no saliesen un nuevo Blonde On Blonde u otro All Things Must Pass, tanto el primero (1988) como el tercer volumen (1990) —no hubo segundo— atesoran la calidad que de tan conspicuos nombres se espera. No hay lugar en la luminosidad de ambos discos para historias terribles o confesiones lancinantes, sino para el disfrute de unos amigos a los que no es necesario presentar y que cargan sobre sus espaldas (en especial las de Robinson, Dylan y Harrison) parte esencial de la historia del rock. Cual Ramones más viejos, menos eléctricos y mejor vestidos, los protagonistas adoptan todos seudónimos de apellido Wilbury y —secundados por Jim Keltner (batería), Jim Horn (saxo) y Ray Cooper (percusión)— se decantan por un pop amable aunque perfectamente construido. El oyente avezado e interesado dará con ecos que le suenen a folk, rockabilly, doo-wop, twist, dixieland, reggae, calipso y otros tantos estilos, pero —sobre todo— hallará pistas constantes que le hablen de los Beatles, ELO y cada uno de los artistas por separado. La muerte de Roy Orbison tras la publicación de Traveling Wilburys Vol. 1 no impidió al resto de participantes continuar con el proyecto y darle continuidad mediante un álbum tan entrañable y gozoso como su antecesor y dedicado al llorado Lefty Wilbury.


Se me argüirá que de no existir la banda o sus grabaciones el rock and roll en su conjunto no habría sufrido merma alguna o que ninguno de los elepés está a la altura de obras maestras como las mencionadas arriba. Es correcto, así lo hemos admitido al especificar la categoría de entretenimiento del grupo; sin embargo, no es ello razón para no atender a su llamada, pues en ella se respira buen gusto y ganas de deleitar al personal, cosa que en mi opinión los Traveling Wilburys logran de sobra. Viendo sus componentes, no sorprende.

jueves, 19 de junio de 2014

Las viudas de un pueblo



Sin maridos,
sin padres,
sin nada.

Sin pelo, rapadas,
cagando en las calles
el dolor del vacío.
Torturadas.

Nos quitan lo que no tenemos,
como cuando vomitas bilis.
Quitar al que no tiene
es posible, sí.

Condenadas al olvido,
al horror, al asco.
Al Duque, a la Guardia Civil,
a la sempiterna Iglesia.

No hay futuro por delante,
no hay pasado por detrás.
Sólo hay miedo que nos invade,
que nos corroe, que nos rodea.

¡Ay, nuestra Sartaguda!
¡Ay, nuestra República!
¡Ay!


NOTA: Este poema fue escrito en el año 2008 con motivo de la inauguración del Parque de la Memoria de Sartaguda —el pueblo de las viudas— y publicado por el Diario de Noticias de Navarra como una carta al director. He creído oportuno que vuelva a ver la luz en un día como el de hoy, en el que los ciudadanos volvemos a sufrir la imposición de la herencia sanguínea decidida por el general Franco sin poder pronunciarnos al respecto.

lunes, 16 de junio de 2014

Live At The Greek


Para dos cosas sirve este excelente y doble compacto en directo grabado en el Greek Theatre de Los Ángeles y publicado en 2000 por Jimmy Page y los Black Crowes: 1) para gozar de unas bondades que casi todos dábamos por hechas antes de escuchar el disco; y 2) para comprobar que ni acompañado de uno de los mejores grupos del último cuarto de siglo logra el guitarrista llegar al nivel que con sus compañeros de Led Zeppelin alcanzó sobre los escenarios. Y no busquen en mis palabras menoscabo o demérito alguno: pocas bandas podría encontrar Jimmy Page a la sazón (y ahora) para reverdecer la gloria del dirigible. Las casi dos horas de música que se nos ofrecen son impecables; los cuervos se adaptan al sonido del cuarteto británico, si bien lo bajan a tierra al no despojarse de su personalidad; a Page se le nota feliz rodeado de unos intérpretes que le admiran y a los que admira, sacando lo mejor de sí mismo al revisar temas propios o versionar a B.B. King, los Yardbirds, Jimmy Rogers, Willie Dixon, Fleetwood Mac y Elmore James. Sin embargo, y dicho la anterior todas las veces que haga falta, no soy capaz de soslayar el cotejo. El exultante barroquismo que se desprende de los sonidos registrados en directo por Robert Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham no tiene rival, y nos ayuda a recordar que siempre hay que poner las cosas en su sitio, ése en el que una y otra vez se confirma que el rock de los sesenta y los setenta sigue sin tener parangón, por mucho que Wilco, The Soundtrack Of Our Lives, los Drones o los mismos Black Crowes se empeñen en contradecir dicho aserto. De todos modos, y como no quiero ser aguafiestas, les dejo, pues todavía quedan You Shook Me, Out On The Tiles y Whole Lotta Love para que las disfrute como un enano.

jueves, 12 de junio de 2014

Sour Mash


Cuatro años después de su debut —The Axeman's Jazz—, y aprovechando que los Scientists han dejado de funcionar y los Johnnys lo van a hacer pronto, Kim Salmon, Boris Sujdovic, James Baker, Tex Perkins y Spencer Jones resucitan a los Beasts Of Bourbon para grabar Sour Mash (1988), la que quizá sea su obra maestra. Más sinuosas y cercanas al Tom Waits reconstruido de Swordfishtrombones, etc. que en su primer elepé, las bestias hacen honor a su nombre al agarrar el blues por el pescuezo y moldearlo desde su temperamento rock, impúdica y visceralmente elegante. La atonalidad va ganando la partida conforme el álbum avanza y se hace más radical, imponiéndose en la segunda cara ese discurso áspero que no busca empatizar con el oyente, sino que, al contrario, sea éste quien se esfuerce y saque jugo a la música. Antes, la pulsión vitanda y catatónica de Playground y These Are The Good Old Days, cuya estructura remite absolutamente al autor de Rain Dogs, ya han avisado en la primera mitad —rodeadas por seis excelentes temas de mayor carga melódica si bien no menos peligrosos— de hacia dónde se dirige el grupo: hacia lo que encontramos dando la vuelta al vinilo. Ahí están Pig, Driver Man, Elvis Impersonator Blues, Flathead (The Fugitive) y This Ol' Shit, caídas en picado con Waits, Captain Beefheart, Birthday Party, Gun Club y el espíritu de los más atávicos bluesmen sobrevolando; tonadas aparentemente deslavazadas que hurgan en la fealdad para obtener de ella la poesía. Entre medias, una soberana versión del Today I Started Loving You Again de Merle Haggard, espectacular ejercicio de apropiación respetuoso y personal al mismo tiempo. Sun Gods pone fin austero e instrumental en nombre de los dioses de la estrella que nos da la vida, ésos que protegen a los artistas verdaderos aunque el proyecto al que se entregan —The Beasts Of Bourbon y Sour Mash en este caso— sea, en teoría, secundario en su carrera. Y no digo "en teoría" porque no sea cierto que el quinteto australiano haya sido siempre desenterrado en función de la vida y los avatares de los otros grupos de sus miembros, sino por la primerísima categoría de sus grabaciones, que en nada envidian a lo más granado que el rock de su país dio en los años ochenta y noventa. En Ragged Glory, por si a alguien le sirve, es la tercera vez que estos animales alcoholizados hacen su aparición. Descubran los motivos quienes todavía no se han atrevido.

lunes, 9 de junio de 2014

Monster Movie


Tago Mago y Ege Bamyasi son reconocidas como cotas áureas de la producción de Can, pero Monster Movie (1969), sin llegar a esos extremos paranormales, sigue siendo uno de los más logrados debuts de la historia del rock, ajeno el quinteto teutón desde un principio a cualquier cosa que no sea su camino creativo. Aun admitiendo que sea éste el más accesible de los trabajos de Can, o el más cercano a algún canon externo, aplicar dicho vocablo ("accesible") a su primer disco solo es válido contextualizándolo, relativizándolo y usándolo comparativamente.

La primera formación de Can —la que graba Monster Movie— no cuenta todavía con Damo Suzuki al frente (Malcolm Mooney es su cantante), y en realidad ya ha registrado canciones para un elepé, aunque no verán la luz hasta 1981 bajo el nombre de Delay 1968. En el ínterin que va hasta la plasmación del que oficialmente es el primer álbum del grupo, David C. Johnson abandona, quedando establecida la base sobre la que se construirá la monumental e imprescindible obra de Can: Holger Czukay (bajista y encargado de dar la forma discográfica definitiva a las sesiones de estudio), Michael Karoli (guitarra), Irmin Schmidt (teclados) y Jaki Liebezeit (batería). Si bien los temas de 1968 ya apuntaban maneras, los cuatro que conforman Monster Movie las apuntalan hasta dar con la excelencia. El estado de trance en el que tan bien se desenvuelve la banda le lleva a lograr una intensidad extraordinaria, partiendo de un funk, un rock velvetiano y un garage que mutan en criaturas, entidades diferentes tras pasar por su thermomix de vanguardia kraut. Father Cannot Yell, Mary, Mary So Contrary y Outside My Door —los tres primeros cortes— nos enseñan a un quinteto menos radical que consigue momentos de absoluta emoción. Sin embargo, los veinte minutos de You Doo Right (parte de una jam de seis horas) quizá representen con mayor exactitud la esencia de Can, ese dejarse llevar para que los instrumentos y la voz de Mooney den con lugares a los que no se puede llegar de una manera convencional. Repetición, minimalismo y ritmo crean un bucle estético que traslada al oyente a otros mundos —atravesando diversos estadios—, siempre que éste sea atrevido y cómplice, amante del riesgo artístico y muy abierto de miras.

Con la entrada de Suzuki en Soundtracks el grupo alemán, cierto, volará tan alto como Miles Davis, Sly Stone y su familia o los Rolling Stones —por citar diversas cimas contemporáneas de la música popular— y desarrollará un estilo absolutamente único. Pero, escuchado este Monster Movie, cabe decir que la clave ya había sido descubierta y que la diferencia con posteriores hallazgos es más pequeña de lo que parece. La que puede haber entre un sobresaliente y una matrícula de honor.


jueves, 5 de junio de 2014

The Velvet Underground


Si tras la tormenta viene la calma, después de una salvajada del calibre de White Light/White Heat solo cabía esperar del tercer y homónimo elepé de la Velvet Underground, publicado en 1969, una colección de canciones relajadas que la salida de John Cale del grupo dejaba en bandeja. La tensión producida por el choque de personalidades del galés y Lou Reed ha sido clave en la creación de un universo lacerante y sexual traducido en un díptico que supone la ruptura más tajante que haya dado el rock and roll, dejando en pañales a las recientes y esenciales llevadas a cabo por Bob Dylan, los Beatles y los Byrds. En contraste con la deconstrucción del lenguaje creado por Chuck Berry implementada en The Velvet Underground & Nico y la electricidad destructora y aberrante de su continuación, el sonido que escapa de The Velvet Underground es pura suavidad. Pero la paz deducida de un primer cotejo no es tal cuando uno presta atención a las letras y se introduce en la cadencia arrastrada y extraña que poseen unas composiciones de Reed, por otro lado, sobresalientes a todas luces.


Candy Says, cantada por el recién llegado Doug Yule, es explicita en su primer verso: "Candy dice, he llegado a odiar mi cuerpo". Su laxitud opiácea y fantasmagórica, propicia a la narcolepsia, se extiende a Some Kinda Love, Pale Blue Eyes y Jesus, a las que ha antecedido What Goes On y sigue Beggining To See The Light —de la oscuridad y la extrañeza a la luz—, los cortes más animados y roqueros del plástico, sin que ello signifique que se alejen del transcurrir hipnótico del álbum (a lo que ayuda extraordinariamente el órgano de Yule en el primero de ellos). I'm Set Free es otra muestra más de la pasmosa contención del cuarteto (a pesar del crescendo previo al estribillo), que alcanza su máxima expresión en la parca percusión de Moe Tucker, pues ni siquiera las pequeñas aceleraciones la alejan jamás de su prístina sobriedad. En la misma línea, la brevedad de That's The Story Of My Life se contrapone a los casi nueve minutos de The Murder Mistery, viaje ácido hecho de escritura automática en el que escuchamos las voces de todos los miembros de la banda y conectamos con la Velvet más radical y ensimismada. La desnudez naíf de After Hours, cantada por Tucker, retoma la marcha del elepé antes de que la experimentación hiciera su entrada y pone fin mirando al Nueva York previo a la guerra y las músicas populares que por entonces existían.


Difícil de desentrañar en dos o tres párrafos (aunque fueran cuarenta y dos), The Velvet Underground resulta, al igual que el resto de la discografía del también grupo de Sterling Morrison, un secreto en blanco y negro que deja todas sus claves a la vista, pero que nadie es capaz de explicar hasta sus últimas consecuencias. Es por ello que la Velvet supone el reverso subterráneo (como su nombre indica) de los Beatles, y junto con los de Liverpool, quizá la mejor y más influyente banda que haya existido. Sumido en la arcana belleza de su tercer disco, no soy capaz de escuchar las pegas —comprensibles— de los Stones, los Kinks o los Beach Boys.

lunes, 2 de junio de 2014

One Day It Will Please Us To To Remember Even This



No es un mal disco, chicos, no tengáis miedo. Algo así parecen decirnos David Johansen y Sylvain Sylvain mediante ese título con el que, tres décadas después, resucitaban a los New York Dolls o, mejor dicho, a lo que de ellos quedaba: One Day It Will Please Us To Remember Even This (2006). Y no, no es un mal trabajo, están en lo cierto. Con Steve Conte, Sami Yaffa, Brian Delaney y Brian Koonin como nuevas y solventes muñecas, aunque incapaces de hacer olvidar a las antiguas (especialmente a Johnny Thunders, pero ¿quién puede sustituir a Thunders?), invitados de lujo como Iggy Pop, Michael Stipe y Bo Diddley (éste en un tema, Seventeen, aparecido en la edición limitada del álbum), y Jack Douglas produciendo, las canciones se escuchan con gusto y el grupo no suena rancio o patético. Bien. ¿Y las pegas? Pues que las nuevas composiciones se deshacen si las comparamos con las que inmortalizaron al quinteto —aquí sexteto— en la historia del rock; que son demasiado comerciales, aptas para todos los públicos aun sin ser indignas; que las sucesivas escuchas hacen que la inicial euforia se diluya hasta dar con el veredicto definitivo: el resultado es correcto y amable, pero ni cuaja ni emociona como debería. No se trata de una reunión tan insatisfactoria como la de los Stooges, que bien podrían cargarse su reputación (imagino que la muerte de Scott Asheton se lo impedirá) añadiendo algún disco a The Weirdness o Ready To Die, si bien hay cierta tendencia en One Day It Will Please Us To Remember This a esa dejadez estilística de la que hacen gala los Stones desde que el infausto Ronald Reagan —¡seré tendencioso!— se hiciera cargo de la presidencia del imperio. No llega a tanto, claro, pues hay algunos (y sólidos) riffs de su vieja escuela protopunk y momentos de rock and roll con chispa que contrastan con otros pretendidamente adultos que suponen el lado negativo de la propuesta, haciendo que ésta alcance el aprobado pero quede lejos del notable. Un buen disco, en fin (no quitaré la razón a Johansen y Sylvain), al que seguirán dos más que yo ya no he tenido ganas de afrontar. Prefiero pinchar New York Dolls, Too Much Too Soon y, muy de vez en cuando, este tercer elepé que nos ha ocupado antes de aventurarme con lo que —intuyo— no me satisfará plenamente.