lunes, 30 de octubre de 2017

El desasosiego y el abismo. Una obsesión amorosa


Romper todos sus límites: eso es lo que hizo Hitchcock al rodar Vértigo (1958). Romperlos e inaugurar un periodo antológico al que se sumarán Con la muerte en los talones (1959), Psicosis (1960) y Los pájaros (1963) para completar una tetralogía por yuxtaposición, no por temática o argumento, que llevará al séptimo arte a su máxima expresión técnica y formal. El director británico era ya el autor de obras maestras como Encadenados (1946), Extraños en un tren (1951) o La ventana indiscreta (1954), películas que hablaban de un artista que utilizaba su cámara para indagar en la parte más oscura o crítica del ser humano —tabús sociales, miserias ocultas, miedos opresores— con la excusa de narrar una intriga básicamente insustancial que agarrase al espectador sin ganas de comerse la cabeza. Con Vértigo esto se iba a hiperbolizar, pues una trama infumable e insostenible servía de base al mayor de los despliegues cinematográficos y a la historia de amor más sentida y triste que servidor recuerde.


James Stewart y Kim Novak, como es sabido, protagonizan dicha historia: la del enamoramiento radical de un policía retirado de una mujer sensual y misteriosa a la que tiene que vigilar a petición de su marido. El ridículo MacGuffin narrativo hubiera podido dar lugar en manos de otro director a un desaguisado absoluto, pero la puesta en escena de Hitchcock sublima un guion —de lo rocambolesco, sonrojante o absurdo a lo excelso— del que el autor de Rebeca (1940) se vale con el objetivo de retratar a un hombre superado y destrozado y una mujer arrepentida arrojados —por sus propios sentimientos— en pos de la tragedia.


La poesía inunda las imágenes, que se encargan de transmitir con detalle la fascinación y posterior pasión que el policía siente por la esposa de su amigo, ya sea siguiéndola por las calles de San Francisco, un cementerio o un museo, o abrazándola en un magnífico bosque de secuoyas. Los recursos visuales de nuestro autor son infinitos, pero hay dos que son recordados por cualquier aficionado: la mezcla de zoom y travelling para mostrar el vértigo de Stewart, y el travelling alrededor de éste y Novak en el que se funden tiempos y espacios diferentes que circundan a los dos amantes fundidos a su vez en un beso más que intenso. Ambos, recursos visuales y poesía, dan forma indivisible a la magia de unos fotogramas que viven entre el sueño y la realidad, algo que los estimulantes títulos de crédito de Saul Bass adelantan y la sensacional música de Bernard Herrmann corrobora constantemente.


Si Vértigo mantuviese alguna tesis, ésta sería la del carácter pasajero, fugaz, coyuntural del amor, ostentosa y pretenciosa ilusión abocada al fracaso de las supersticiones. Esto nos hace situar el largometraje en la misma caja que genialidades pretéritas (Casablanca, 1942), coetáneas (Un extraño en mi vida, 1960) y futuras (Los puentes de Madison, 1995), dirigidas, respectivamente, por Michael Curtiz, Richard Quine y Clint Eastwood (la segunda asimismo con Kim Novak en un papel principal), antes que en el saco del suspense del cual es considerado Hitchcok maestro. Aunque si en un lugar debe estar es en el olimpo de las creaciones del siglo XX, ya que reducir su imponente belleza a la del estricto ámbito del celuloide no sería justo.

jueves, 26 de octubre de 2017

Prairie Wind


Entre la electricidad conceptual y política, respectivamente, de Greendale y Living With War, Neil Young vivía otro retorno al folk, Prairie Wind (2005), con el antecedente de Silver & Gold cinco años atrás. Dedicado a su padre recientemente fallecido (un escueto "For daddy"), el disco dibuja variados paisajes líricos y sonoros paridos en Nashville que —meciéndonos al igual que el viento de la pradera que le da título mece la sábana de la portada— hacen de él un buen trabajo, emocionante en ocasiones, pero que no está a la altura a obras maestras pasadas del canadiense como After The Gold Rush, Harvest, On The Beach o Zuma. Por supuesto que Young canta y toca guitarras, piano y armónica con su característica autenticidad; por supuesto que es un placer sentir los dedos de Ben Keith haciendo vibrar dobro, pedal steel y slide; por supuesto que da gusto escuchar la voz de Emmylou Harris en los tres cortes en los que colabora; por supuesto que Karl Himmel y Chad Cromwell son estupendos bateristas; por supuesto que los vientos de Wayne Jackson y Thomas McGinley, las teclas de Spooner Oldham y el bajo de Rick Rosas son un lujo; por supuesto, ¿cómo no? (y que me perdonen el resto de músicos que aparecen en el álbum). Estando la calidad asegurada, el asunto es que las composiciones de Neil Young no son tan brillantes como las de antaño, si bien todas llevan su sello y de todas se disfruta. Dentro del folk rock que pauta el disco, hay en él además country susurrado (Falling Off The Face Of The Earth y la preciosa This Old Guitar), soul de querencia country (Far From Home y Prairie Wind), gospel ontológico (When God Made Me) y baladas (la soberbia It's A Dream, cumbre orquestada de las diez canciones que conforman el redondo). De los cuatro temas que no he nombrado, tengo que citar el homenaje a Elvis, He Was The King, pues nunca está de más una oda que recuerde la grandeza de quien fuera rey del rock, especialmente si viene de alguien que pudiera perfectamente ocupar su trono. Seguramente no por este Prairie Wind, tiene mejores elepés, lo acepto, pero sí por una obra conjunta a la que pertenece por derecho.

lunes, 23 de octubre de 2017

Ningún cielo


Si algún disco español de lo que llevamos de siglo merece ser llamado obra de culto es el único álbum parido por Miguel Ángel Villanueva, Ningún cielo, de 2004. Miembro de grupos como Los Plomos, Los Auténticos y Los Brujos, Villanueva es uno de esos artistas "olvidados por casi todos sin que uno comprenda cuáles son las razones", como decía el querido Red River. Por eso, queremos recordar un trabajo tan hermosamente elaborado, delicado y poético como el que hoy traemos a la red.


El pop anglosajón de los sesenta (Beatles, Love, Kinks, Zombies…) ilumina el camino de Villanueva, aunque sea imposible no encontrar concomitancias y similitudes con el hecho aquí (de los Brincos a Nacha Pop, pasando por Solera y CRAG). La batería de Andy Morten, el bajo de Louis Wiggett y la voz y la guitarra de Villanueva son la (brillante) base de las canciones escritas por este último, adornadas cuando se cree preciso por diferentes instrumentos de viento y cuerda —de cuyos arreglos se encarga Peter Dolle— y por diversas teclas. El aserto que da título al CD se traslada al contenido de los catorces cortes del mismo, algunos más explícitos en su enunciado, pero todos amigos de la pérdida y la nostalgia. A diferencia de varios de los solistas o bandas que a la sazón practicaban en España un pop de primera categoría (los Winnerys, por ejemplo), la música de Villanueva se reclama genuina e intenta escapar del ejercicio de estilo, por muy bien que éste esté construido. La peculiaridad de las melodías y las letras en castellano hacen de Ningún cielo un disco singular, método de expresión de su autor antes que homenaje a sus ídolos, influencias que son evidentes pero que no devoran el discurso y las intenciones de Miguel Ángel Villanueva. (Al igual que Santi Campos, Nacho Vegas o José Ignacio Lapido, aunque olvidado en el fondo del baúl de los recuerdos.)

Escuchen (y lean) este álbum y quizá comprendan, ahora que lo pienso, las razones a las que aludía Red River, pues, en el fondo, no es amable ni comercial. A veces nos acarician sus sonidos, sí, pero son caricias que se vuelven ásperas y tristes. Igual que las que recibimos a lo largo de nuestra existencia.

jueves, 19 de octubre de 2017

Sabotage


Cuatro tipos bastante feos y de discutible indumentaria llamando al Sabotage delante de un espejo es lo que nos enseña la portada del sexto álbum de Black Sabbath, publicado en 1975. Tan horrenda imagen esconde el último de los plásticos imprescindibles de la primera etapa del grupo británico, que, ya sin Ozzy Osbourne y en los años ochenta, grabaría dos elepés espléndidos con Dio y uno con Ian Gillan al que el tiempo, dependiendo de con quien se hable, ha hecho ganar enteros.

Separadas por una miniatura acústica e instrumental —Don't Start (Too Late)—, Hole In The Sky y Symptom Of The Universe abren el disco sin miramientos, contundentes piezas de heavy metal pensadas para arrasar cuanto se interponga entre ellas y el oyente. Sin embargo, la segunda de las dos se transforma en su último tercio, de la más inopinada de las maneras, en alegre folk sacado de alguna fiesta hippie. Megalomania justifica con su título sus cerca de diez minutos de delicioso rock psicodélico, metálico y progresivo, cuyos riffs han sido tomados a Tony Iommi por docenas de guitarristas. No menos influyente ha sido el riff principal de Thrill Of It All, canción asimismo mutante que de medio tiempo seco y agresivo pasa a hard rock sinfónico en el que Iommi, además de la guitarra, toca piano y sintetizador. Supertzar es un corte instrumental de épicos o terroríficos coros (según sensibilidades) a cargo del English Chamber Choir. Aroma pop es lo que desprende Am I Going Insane (Radio)… todo lo pop que la voz de Ozzy permite, claro. El bajo de Geezer Buttle y el sintetizador de Iommi configuran la estructura sonora del tema, uno de los más peculiares jamás grabados por el grupo inglés. The Writ sigue la senda de Megalomania en cuanto duración y diversidad de estilos (en algún momento el cuarteto parece Pink Floyd) hasta que Blow On A Jug (oculta y sin nombrar) pone breve y juguetón fin al elepé con un Bill Ward que deja sus baquetas y se sienta al piano y hace coros.

Ni Technical Ecstasy ni Never Say Day! estarían ya a la altura de la obra previa de Black Sabbath, y habría que esperar hasta que la llegada de Dio y Heaven And Hell volvieran a poner las cosas en el sitio en el que Sabotage las había dejado. El de una banda única y legendaria que este 2017 nos ha dejado definitivamente. O eso parece.

lunes, 16 de octubre de 2017

The Black Saint And The Sinner Lady


Cuando Charles Mingus se dispone a grabar en enero de 1963 The Black Saint And The Sinner Lady es un músico con una carrera a sus espaldas suficiente para ocupar un espacio definitivo en los anales más conspicuos del jazz. Extraordinariamente libre y feliz, elepés como Pithecanthropus Erectus, The Clown, Mingus Ah Um, Oh Yeah o Money Jungle (éste compartiendo protagonismo con Duke Ellington y Max Roach) son testigos inmarcesibles de la docta heterodoxia mingusiana y se bastan y se sobran para dar fe de su categoría. Sin embargo, el disco que va a salir de aquel estudio neoyorquino llevará su arte a un nivel superior para codearse con cualquiera de las más sublimes creaciones del medio.

Escrito al completo por Mingus y estructurado como si de un ballet se tratara, el álbum se divide en cuatro piezas (la última de ellas subdividida a su vez en tres movimientos) para diferente número de bailarines cuya riqueza compositiva, orquestadora, interpretativa e incluso sonora maravilla sin cesar al oyente. Once son los músicos encargados de dar vida a la teoría que el autor ha traído al estudio, entre los que dominan los vientos: saxofones de todo tipo, trompetas, flautas, trombón y tuba. Además, batería, guitarra clásica, piano y contrabajo, instrumentos estos dos últimos de los que se encarga, claro, Charles Mingus (junto con Jaki Byard si hablamos de las teclas). La big band estruendosa que funciona cual fanfarria —tan del gusto de Mingus— aparece aquí y allá, e incluso vertebra la mayoría del plástico, pero no solo de ella viven partitura e improvisaciones. Retazos de sonata en su forma tradicional, folclore centroeuropeo, flamenco, disonancias cercanas al free jazz, ragtime, gospel y la sempiterna influencia de Duke Ellington sobre nuestro hombre completan y colorean la tela estampada por un grupo exquisito.

La yuxtaposición de elementos muy diferentes (unas notas de piano, por ejemplo, seguidas de unas potentes armonías de los vientos; unos acordes de guitarra flamenca antes de una rumbosa fanfarria; etc.) protagoniza la soberbia cuarta y definitiva pieza, cerca de diecinueve minutos de órdago que corroboran todas la certezas expuestas hasta ese momento multiplicando sus posibilidades y llevando el conjunto del elepé a su verdadera envergadura. La de la obra maestra de un tipo único que todavía tenía muchas cosas que decir pero que con The Black Saint And The Sinner Lady alcanzaba su cima. Aunque la verdadera grandeza de Charles Mingus resida en que incluso si no la hubiera registrado seguiríamos refiriéndonos a él como una de las figuras más indómitas, singulares y geniales surgidas de la música del siglo XX. Tal es la prestancia del resto de su discografía.

lunes, 9 de octubre de 2017

Wynton Marsalis. The Gold Collection


Parece indudable que lo de la Gold Collection que —en forma de doble cedé dorado y cajita de cartón protectora— se propagó durante los años de apogeo del formato ahora tan denostado (ni tanto ni tan calvo, oiga) estaba destinado a un público domesticado al que le daba igual qué (y cómo) escuchar mientras lo pudiese comprar en su centro comercial, gran almacén o cadena de tiendas de ocio favoritos; es decir, dónde la calidad según sus estándares estaba asegurada. Obviamente, esto no quiere decir que dichas rodajas no pudieran contener o contuvieran grabaciones excelentes de algunos de los artistas de mayor renombre en la música popular: James Brown, Frank Sinatra, Bob Marley o Carlos Gardel.


El caso que hoy nos ocupa certifica que incluso colecciones tan casposas como la comentada llevan a veces en su interior sonidos tan deliciosos —inversamente hermosos— como los que los Jazz Messengers de Art Blakey aventaron un 11 de octubre de 1980 en Ft. Lauderdale. ¿Jazz Messengers?, ¿Art Blakey?, se preguntarán ustedes con razón; porque ¿no estamos hablando de un doble álbum de Wynton Marsalis? Pues sí, hasta ese extremo llega la caspa: se adjudica la autoría a quien no es sino un miembro del mítico grupo de Blakey. Cierto que un miembro destacado. Varios de los temas tocados aquella velada ya habían sido publicados en un elepé de 1981 de Art Blakey and The Jazz Messengers titulado Recorded Live At Buba's Jazz Restaurant en cuya portada se añadia Featuring: Wynton Marsalis. El concierto al parecer completo que veía la luz en 1998 (o 1997) bajo el título de Wynton Marsalis. The Gold Collection debería haber seguido un criterio idéntico o similar, sin utilizar de manera fraudulenta el nombre del trompetista de Nueva Orleans por motivos de hipotético tirón comercial. (No nos rasguemos las vestiduras, de todos los modos: en 1983, solo dos años más tarde de la edición del disco de Art Blakey, habían aparecido sendos elepés de Wynton Marsalis en Gran Bretaña e Italia de exacto contenido pero diferentes título y portada con otros cinco cortes extraídos del mismo concierto.)


Superados los inconvenientes descritos, sin embargo, vamos a encontrar cerca de dos horas de espléndido hard bop que sigue la línea clásica de la famosa institución de Blakey, una banda que aquí suena como un cañón. One By One y My Funny Valentine, bien diferentes ambos en tempo y construcción, marcan unas pautas que en el resto de temas van a manifestarse igualmente: si bien el sexteto es excelente en su totalidad, la trompeta de Marsalis, la batería de Blakey y el piano de Jimmy Williams (en Jodi le sustituye Ellis Marsalis) están un punto por encima. Y digo esto con mala conciencia, ya que el saxo tenor de Bobby Watson, el tenor de Billy Pierce y el contrabajo de Charles Fambrough son tratados con gran destreza e ímpetu por sus dueños. Atrapados por el placer de escuchar a intérpretes tan capacitados y excitantes, y tras haber gozado del inmortal Moanin' que compusiera Bobby Timmons para los Messengers más esenciales, nuestro prurito de exactitud se impone lo mejor que puede para aclarar que —ponga el lector símbolos de admiración si lo cree oportuno— el homenaje al mítico pianista que se yuxtapone (Soulful Mister Timmons) está escrito por su homólogo Williams, no por Art Blakey, y que el siguiente tema sí es de Charlie Parker, pero no se titula My Ideal, sino Au Privave.


Consciente de que nada puedo hacer para enmendar el desaguisado editorial del artefacto que observo encima de la mesa con precaución y desasosiego, me recomiendo centrarme en el aspecto musical (al fin y al cabo es el que importa, ¿no?) y repetir que éste merece mucho la pena aunque el envoltorio sea execrable. Aquella formación de los Jazz Messengers de Art Blakey era realmente buena y Wynton Marsalis. The Gold Collection lo deja muy claro. Farsas o engaños comerciales aparte.

lunes, 2 de octubre de 2017

Teen Sublimation Riffs


Entremedias de la publicación de Forced Into A Corner y Not Meant For This World, Asteroid B-612 editaba un epé de cinco canciones (Teen Sublimation Riffs, 1995) que confirmaba igualmente por qué el quinteto australiano superaba a prácticamente todos los grupos dedicados en la década de 1990 a la música del diablo, en especial a los surgidos de Seattle que, bajo la etiqueta grunge, supieron de un éxito desaforado al que siempre fue ajeno nuestro asteroide favorito.

Straight Back You, primero de los cortes, es un glorioso rock and roll que también estará entre los temas que conformen el tercer elepé de la banda. Las guitarras salvajes de Johnny Casino y Leadfinger hacen saber de su ascendencia high energy, golpeando inmisericordes sobre el oyente relamido a base de riffs y punteos hijos de Deniz Tek, Ron Asheton y Link Wray. You Know I'll Never Be Good y Teen Sublimation Riff vomitan la misma electricidad fulminante apoyada en una base rítmica no menos letal (Ben Fox y Scott Nash) y comandada por la voz de Grant McIver. Llevada al terreno aguerrido del grupo, la versión del Is It My Body de Alice Cooper sirve de prólogo a Undertow (Second Time Around), nueva lectura de la soberbia balada que ya encontrábamos en el debut de Asteroid B-612. De similar intensidad a la original y parejo influjo de Neil Young y Crazy Horse, aquí brilla por encima del resto la guitarra solista de Leadfinger en la segunda mitad de la canción, donde se desata la emoción a la manera de Like A Huricane, Cortez The Killer o Love And Only Love. Punto y final de un nutritivo aperitivo que paliara el hambre de los seguidores de la banda antes de que el descomunal y mencionado Not Meant For This World la saciara por una buena temporada.